Premio a la vida y obra
de un periodista


Juan B. Fernández Renowitsky

Señor presidente de la República, doctor Ernesto Samper Pizano, señor presidente de Seguros Bolívar, doctor José Alejandro Cortés, señores miembros del Jurado del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, señoras y señores:

Los premios tienen la virtud de hacer hablar a quienes los reciben, un poco como los autores clásicos de las fábulas naturales vuelven locuaces a las especies más incomunicables. Y tratándose de un premio en el campo de la comunicación, su efecto mágico tiene que ser aún más elocuente en conceptos y palabras para mantener viva la bondadosa atención de ustedes siquiera por algunos minutos. Así lo espero, confiado en ese poder sobrenatural de los galardones más que en mi discreta capacidad profesional, para no fatigar demasiado a una audiencia tan significativa como la que me acompaña generosamente este mediodía santafereño.

Y para no aburrirlos con reminiscencias remotas ni con referencias librescas, les cuento lo que me pasó hace poco en la sala de redacción de El Heraldo. Nos visitaban algunos amigos del interior del país —que también los tenemos en la Costa con gran afecto y estima—. Alguien mencionó unos versitos simpáticos publicados ese día sobre un tema parroquial. Y yo, para seguir la suave corriente de la conversación, les referí algo de la cosecha de mi padre.

Tenía él a un jefe de redacción que era un intelectual capitalino de la mayor finura y distinción.

Cuidadoso de las noticias y sus títulos, pero sobre todo de una “Página Literaria” en la que ponía todas sus complacencias con citas de Mallarmé, Rimbaud y otros poetas exquisitos. Una vez, llegó a la oficina de mi padre a pedir un favor un campesino del Atlántico. Llevaba en las manos unos versos y mi padre ya lo tenía convencido de que a los linotipistas de ese tiempo no les gustaba levantar renglones cortos. Por lo cual era muy difícil complacerlo publicándoselos cualquier día. El buen hombre ya salía resignado cuando, en la puerta, volviéndose a mi padre, imploró: “Doctor Fernández; publíquemelos, aunque sea en la ‘Pagina Literaria’”.

A este chiste de sabor costeño, contestó de inmediato uno de mis amigos santafereños con este otro: Llegó un caballero muy respetable a un bar bogotano y le preguntó a su bien conocido dependiente: “Dígame, Rodríguez, qué es lo más añejo que hay en este bar, porque hoy tengo ganas de bebérmelo”. Y el cantinero le contestó tímidamente: “Bueno doctor, lo más añejo que tenemos aquí, ¡son los vales de usted!”.

Pero lo días no traen solamente episodios divertidos. Los días, que uno tras otro son la vida como decía el inolvidable Aurelio Arturo, traen también su carga más pesada: las penas y congojas de ver desaparecer a los seres más queridos: parientes, amigos y colegas.

Evoco aquí la memoria de mi padre. Todo lo que soy se lo debo a él. Y mi dolor más grande es no poder compartir con él estos momentos. No poder decirle que, sin sus virtudes y merecimientos, yo también he obtenido este premio que él ganó, a una edad mucho más avanzada, hace doce años.

Recuerdo también a los amigos y colegas barranquilleros desaparecidos. A Germán Vargas Cantillo y a Alfonso Fuenmayor que se fueron años después de Álvaro Cepeda Samudio. Su memoria nos acompañará siempre a quienes tuvimos la suerte de conocerlos y admirar sus calidades periodísticas y literarias.

Hablo de los días porque son la materia prima, la substancia obvia e indomable de los diarios.

Ninguna profesión está pendiente, con tan minuciosa necesidad, con tan prolija urgencia y con tan insistente esperanza o angustia, del paso armónico o turbulento de las horas, como la profesión del periodista. Es el vigía del faro en un acantilado cada día más tempestuoso.

La vida y el periodismo tienen un corazón que late al mismo ritmo. Es la contingencia cotidiana. Lo imprevisto e impredecible que le pasa a cada uno en cada instante. Con buen humor dicen los ingleses: “Lo inesperado siempre ocurre”. En palabras populares: “Uno nunca está seguro de lo que va a suceder”.

Y aparte de nuestro destino personal, en esa contingencia consiste la pequeña peripecia o la gran aventura de cada jornada universal. Que el ministro francés se suicide, que se case nuevamente Lady D., que Estados Unidos invade a Haití, que maten al candidato y luego al secretario del PRI, que un avión se estrelle contra la Casa Blanca, que Castro se caiga por el bloqueo o por un golpe de Estado o que se conserve en el poder por un tiempo variable, no depende de la imaginación de nadie, y mucho menos de la voluntad del periodista que espera, al pie del Atex, la noticia inesperada y asombrosa.

Con semejantes cargas de profundidad noticiosa, que estremecen a todo el mundo, el ejemplar del diario parece destinado a durar. Pero sucede lo contrario. Ya lo dice la canción: “No hay nada tan antiguo como un periódico de ayer”. Lo barren de inmediato en la calle del olvido. No deja, a pesar de su laboriosa estructuración nocturna, ni siquiera un aire de nostalgia. Tiene la misma vigencia fugaz de las hojas del calendario. “Dura apenas, como las rosas, el espacio de una mañana”.

Dicen por eso que el periódico es la moderna tela de Penélope, que se teje y desteje sin terminar nunca. Otros aficionados a la mitología, con sentido más trágico, lo comparan con Sísifo que nunca acaba su abrumador y angustioso acarreo. Creo que exageran. El periodismo es una profesión normal. Tranquila o peligrosa según el país y la época en que se ejerza. Hay sitios de combate en donde los periodistas son siempre corresponsales de guerra.

Nunca, desde cuando Cleopatra ordenó eliminar al portador de la noticia de la muerte de Marco Antonio, se había puesto tan de moda la tendencia de “matar al mensajero”, que está silenciando a los periodistas en muchas partes del mundo.

En Colombia Guillermo Cano es el símbolo del periodismo sacrificado en defensa de la prensa libre, de las instituciones y de la moral pública.

Lo prodigioso es que con materiales tan efímeros como las hojas de periódico se construyan empresas perdurables. Para no hablar de los más antiguos colegas capitalinos, El País de Cali cumple 50 años, El Heraldo de Barranquilla, 60 y Vanguardia Liberal de Bucaramanga, 75. En un país de regiones, ellos son la historia de sus regiones. Y, junto con los admirables diarios bogotanos, son la historia completa de Colombia escrita con el pulso pausado o espasmódico de cada día. Mirándolos, desde una perspectiva inmodesta, resultan lo más parecido a una eternidad en miniatura puesta al servicio irrevocable de nuestros respectivos conterráneos.

En el caos político nacional que él mismo describe. El expresidente Alfonso López Michelsen es para los colombianos un orientador intelectual de cabecera con sus artículos semanales luminosos y profundos. A él hay que darle las gracias en nombre de todos los lectores de su prosa sabia e incisiva.

Los premios literarios reconocen un trabajo y un mérito individual que solo necesitan del librero para difundirse. Este Premio Simón Bolívar pregona que la vida y obra del galardonado transcurren y se producen en un periódico. Es, por tanto, un premio colectivo. Así lo recibo y agradezco, como el reconocimiento y estímulo a un equipo profesional cuyos goles solo pueden marcarse gracias al esfuerzo, al impulso, a la lealtad y al entusiasmo de todos los compañeros de trabajo. Los de ahora y los de todos esos años que me han ayudado y que me seguirán ayudando en El Heraldo, un periódico de buena fe, según la consigna imperecedera de mi padre Juan B. Fernández Ortega y de sus compañeros de fundación, los doctores Alberto Pumarejo y Luis Eduardo Manotas.

En nombre de esa casa periodística, en mi propio nombre y en el de mi señora, mi hijo y toda mi familia, quiero agradecer a José Alejandro Cortés, presidente de Seguros Bolívar y presidente de este concurso, y muy en especial a los jurados que le dan mayor lustre a este prestigioso galardón, los doctores Carlos Villalba Bustillo, Álvaro Bejarano, María Isabel Silva, Hernando Corral y Alberto Velásquez, el que me hayan otorgado este honor que me abruma y compromete aún más mi voluntad de servicio a mi región, al país y a la democracia colombiana. Su defensa y desarrollo están ahora en las manos inmejorables de nuestro presidente Ernesto Samper Pizano. A quien agradezco su presencia en este acto y para quien pido un aplauso de apoyo y de respeto en estas horas tan difíciles que vive la nación.

Muchas gracias.